(ES) 10.000 Gestes – Boris Charmatz

ALEA JACTA EST

Con el Réquiem de Mozart de fondo, en 10.000 gestes una veintena de bailarines se dispone a realizar, delante de ustedes y para su gusto, diez mil gestos. Sin repetirse una sola vez y sacándolos de sus diversos archivos personales y colectivos. Gestos de orden religioso, sexual, cotidiano, infantil, animalístico. Gestos íntimos, abstractos, icónicos, accidentales. A ratos llevados a cabo de forma individual, chupando foco, en su mayoría lanzándolos en el espacio a toda pastilla en una suerte de cacofonía histérica y grupal. 

Bajo esta premisa aparentemente tan sencilla – hacer aparecer diez mil gestos sin caer en la repetición – Boris Charmatz hace correr ríos de tinta. Es un principio que le caracteriza: sus piezas, partiendo siempre de retos físicos, entretienen y alimentan a la vez de una forma u otra debates candentes sobre lo que podríamos llamar los estatutos de la danza: qué es y cómo se establecen sus efectos en quien la observa. 

Nacido en 1973 y educado como bailarín en Francia, se ha lamentado en numerosas ocasiones del hecho que a lo largo de su formación le dieran a leer nada más que un solo libro. Curioso fenómeno este, en un país y un tiempo – los años noventa en Francia – en los que precisamente la danza más vanguardista tendía a la conceptualización por encima del movimiento. Mientras jóvenes bailarines y bailarinas seguían formándose en instituciones públicas para llegar a ser técnicamente solventes (soldados rasos, carne de compañía), la escena dancística del país galo se veía impulsada hacia adelante por creadores transdisciplinares, referentes de una danza del pensamiento, posthumanista y un poco apocalíptica. De Jérôme Bel a La Ribot, de Odile Duboc a Dominique Bagouet. Creadores que llegaron a ver incluso al cuerpo mismo como obsoleto para aportar, desde la escena, algo que no fuera mero entretenimiento. Frente a esa obsolescencia, dijeron algunos, la quietud. No se la llamó la Non-Danse Française porque sí. 

Como bailarín, pedagogo, y coreógrafo, Boris Charmatz se convirtió en cambio y desde buen principio en referente de una danza que partía del dinamismo corpóreo sin renunciar por ello al compromiso con la reflexión. Precisamente a través de una vitalidad que a menudo raya el exceso, ese cuerpo sobresalido de sí mismo, ruidoso e impulsado a todo gas, puede contribuir – nos muestra Charmatz – a agitar ideas preconcebidas o construcciones mentales sin necesidad de caer en la romantización narrativa de su objeto. 

Es, pues, un coreógrafo amante de la tensión entre opuestos aparentes. Aparentes, porque con sus estrategias coreográficas pone en tela de juicio convenciones o discursos que no tienen base en otro sitio que no sea el mental. ¡Pero es que ahí empieza el baile! Para él, es ahí donde empieza y dónde (también) se desarrolla la acción.

En la pieza que verán hoy Charmatz pone contra las cuerdas a dos ingredientes muy predominantes en el devenir de la historia de la danza moderna desde principios del siglo XX. Por un lado, la repetición, esa vieja amiga que tantos éxtasis nos ha regalado, sobre todo desde Pina Bausch en los años ochenta. Por otro, la búsqueda de una forma de moverse que fuera auténtica, original, principio fundacional del programa ideológico de lo contemporáneo desde Isadora Duncan. Des del punto de vista de la costumbre, proponer una pieza de más de una hora de duración en la que la no-repetición es la primera regla del juego podría verse como un meterse en un berenjenal considerable. Sacar el material para dicha pieza de un archivo reconocible y cotidiano podría verse como un convertir el berenjenal en lodazal. Pero no. 

Foto: Tristram Kenton

Los gestos del día a día se acumulan aquí en una especie de selva, una lluvia que se nos tira encima y abandona su sentido para convertirse en mero vehículo de una experiencia. El Réquiem de Mozart – muy acertada elección musical, por cierto, para una pieza en la que cada gesto muere en tanto que aparece – sirve también de partitura de intensidades, acentuando en momentos clave la épica del ejercicio que Charmatz pide de sus bailarines. Ese reto físico y mental – prueben de hacerlo en casa y verán – se suma al reto poético que lanza el coreógrafo a lo supuestamente canónico y al reto que propone al público, abandonado al borde de esa jungla gestual sin machete para poderla desbrozar. 

Otro ejemplo de su gusto por la agitación de conceptos y convenciones: su gesto de rebautizar la Maison de la Danse de Rennes en Musée de la Danse, proyecto que dirigió entre 2009 y 2018. ¿Su objetivo? Sacudir el punto de vista que se pueda tener sobre lo que implica la observación del arte en su espacio más habitual. Ideas sobre la (in)materialidad de lo expuesto, sobre la (in)movilidad del espacio físico en que se da, o sobre la posibilidad de agencia que se esconde en el moverse por ese espacio del espectador. Todo se recoloca en ese museo de la impermanencia, ese centro coreográfico que, como bien dice el teórico de danza Roberto Fratini, es a la vez un espacio físico y un principio filosófico, de trabajo. 

Partiendo de la tensión entre el significado convencional de museo y de danza, Charmatz se abrió así otras posibilidades. Y con éxito: Tras los primeros programas en la capital bretona, recibió comisiones para concebir museos itinerantes similares en el MoMa de Nueva York (2013) y en la Tate Modern de Londres (2012 y 2015), proyectos de los que salieron espectáculos tan interesantes como Veinte bailarines para el siglo XX. Igual que 10.000 gestes, esa pieza es una oda a la evanescencia de la danza y al poder de extrañamiento que produce su constante desaparición. En Veinte bailarines, un grupo de intérpretes de diferentes edades reproducen fragmentos de solos de danza contemporánea de diferentes épocas en diferentes espacios de un museo. Lo que aparece y desaparece aquí da nueva vida a fragmentos de pasado, en cuerpos que acentúan aquella sensación de tempus fugit. Para más inri, esos instantes de re-vitalidad fugaz se dan en un espacio que por convención asociamos con la exposición permanente de algo material. Tensiones temporales por doquier, ya lo ven. 

“¡Me encantan las contradicciones!” respondía en una entrevista para la revista polonesa SZUM en 2016. “Si me dices que la danza es efímera, te diría que no lo es – puede durar eternamente, porque de alguna forma siempre trabajas sobre movimientos del pasado. Si me dices que es material, te diría que no lo es, puede ser solo en el aquí y el ahora. Me gustan las oposiciones simultáneas. La danza se mueve entre las cosas que sabemos y desde ahí nos permite experimentar algo”. Moviéndose entre lo corpóreo y lo conceptual, entre lo efímero y lo material, entre lo heterodoxo y lo convencional, Boris Charmatz aspira a democratizar la creación de discurso en relación a la danza. Así lo afirma también en la introducción de su libro Entretenir (en francés entretenir tiene el doble significado de conservar y de conversar), escrito a cuatro manos con Isabelle Launay en 2002: “el discurso no puede pesar sobre los actos de danza, aunque funcione desde abajo y los haga circular”.

Una última cita, para terminar. En la introducción a una masterclass organizada el año pasado en el marco del festival SPRING Utrecht (NL), planteaba: “a menudo observo mis creaciones como creaciones-a-venir: al no existir, siento que plantean escenarios íntimamente conectados a mí, y a la vez ofrecen a los participantes la libertad física e intelectual de proyectarse en los mismos. Disfruto improvisando tanto enseñando como bailando así que… Alea jacta est”.

¡Alea jacta est! La suerte está echada. Alérgico a las jerarquías creativas que siguen dominando parte del mundo performativo por un lado, y de las falsas profecías y promesas de autenticidad de parte del corpus de creadores contemporáneos por el otro, Charmatz da un paso atrás y problematiza una y otra vez el medio con el que trabaja. Sumando a ello la proyección y el valor subjetivo de quien le da cuerpo. Dejando espacio a través de la opacidad significativa del resultado a que cada cual lo reciba como quiera. 

Y a ver qué sale. 

Porque tal y como pasa en los juegos de azar, por más que estudies y trabajes el modo en que tiras los dados al final quien decide la fortuna no eres tú. Y para Boris Charmatz, de eso se trata. De ese eco, de esa fuga en la que nadie es amo del devenir. En 10.000 gestes la energía de los bailarines es derrochada cual vino en una bacanal romana y, a ratos, la pieza parece convertirse en algo similar. Dionisíaco y loco, este espectáculo parece tener como único objetivo el ser esa fuga de algo, un escape salido a presión de un escenario abarrotado de gestos lanzados al aire. 

Que cada cual los reciba como pueda, y que la fortuna les acompañe, si acaso, al salir. 

 

Photos: Tristram Kenton

Jordi Ribot Thunnissen. Originally published: February 26, 2020. Printed Handout 19/20 Season. Teatros del Canal – Madrid